viernes, 16 de diciembre de 2016

Validez y reconocimiento











Voy a hacer aquí una entrada que ya he ido anticipando en otras muchas entradas. Voy a hablar del reconocimiento, de la validez que nos reconocen.


Por ponerlo en contexto, el reconocimiento (de nuestra validez) es algo necesario, según Maslow. Su famosa pirámide de cinco niveles de aquello que todos buscamos saciar se podría comparar con las necesidades de un buen caminante:

Las necesidades básicas serían todo aquello que hace que su cuerpo esté sano, nutrido, descansado y capaz de actuar. Lo ideal aquí es el término medio (ni hambre ni hartazgo, ni frío ni calor, ni agotamiento ni molicie...)

La seguridad sería todo aquello que ofrece perspectivas presentes y futuras de que las necesidades básicas seguirán pudiendo ser satisfechas (y aquí también en el medio está la virtud, entre el exceso de prudencia cobarde/inseguro, y el defecto de prudencia del temerario o del inconsciente).

El afecto sería todo aquello que nos hace sentir agrado durante el camino (serían como las caricias para el alma, manifestadas a través de palabras, miradas, sensaciones físicas placenteras, compañía, cuidados...). Y aquí la virtud no está en el medio, pues cuanto más afecto mejor, sino en el objeto (equilibrio entre afecto recibido y dado). El mayor anhelo que tenemos en la vida es precisamente el amor en cualquiera de las formas que desarrollo en esta otra entrada.

La validez sería todo aquello que nos hace sentir valiosos, como esos bienes que llevamos para ofrecer durante el camino (los reconocimientos serían como los aplausos para el alma al contemplar otros nuestros talentos, o nuestras acciones). El deseo de validez/reconocimiento es el segundo gran anhelo que todos tenemos, y como decía del afecto, aquí tampoco la virtud está en el medio, pues cuanto más reconocimiento mejor, sino en su fuente (equilibrio entre reconocimiento recibido de uno mismo y de los demás)

Y el sentido... pues el objetivo hacia el que, como caminantes, queremos dirigir los pasos de nuestra vida. Otro día hablaré de él, aunque anticipo que tiene que ver con el "sentir" más que con el pensar.







Ya, todo lo anterior es poético y algo teórico. Pero tiene efectos bien reales. Tantos, que nuestro sentido de (en este caso) la validez y el reconocimiento duele (con dolor real) cuando no se tiene, y conmueve (enamora, motiva, ilusiona) cuando se presenta ante nuestros ojos y lo entendemos. De hecho, cuando no nos lo dan, nos sentimos insignificantes (sin significar casi nada para casi nadie), o enfadados. Y así como existen formas patológicas (desmesuradas, desproporcionadas) de buscar reconocimiento, existen personas que se lo dan demasiado a sí mismos (egolatría) o a los talentosos (superdotados), y casos en que, tristemente, otras veces no se lo dan a los que tienen alguna discapacidad

En fin. Vivimos tiempos difíciles para saciar de modo natural nuestra sed de valoración y reconocimiento. Quedan pocos espacios en los que se reconozca valor a priori (ya vale de poco, e incluso resta, la presentación de uno como "maduro" (antiguamente dirían "senior", y era un honor serlo), médico, político, monarca, padre, profesor, juez, sacerdote, ciudadano de uno u otro país, catedrático, etc...). Y ello no es necesariamente malo. Quizá es el resultado natural de la lección que la realidad ha dado a muchos: que ningún "título" es garantía de valor (aunque ello se ha llevado al extremo de despojar de modo demasiado rotundo aspectos que, bien llevados, sí aportan valor). Y en el campo laboral, creo que no hace falta ir muy lejos para ver cómo jóvenes (o no tan jóvenes) talentosos o que han invertido mucho tiempo y energía en su currículum ven cómo este, a la hora de pagar sus hipotecas, vale menos que el pectoral de un hombre-mujer-o-viceversa...

Por eso muchas personas se hacen mala sangre, y se amargan, cuando ven cómo el mundo parece haberse vuelto loco de repente, y en una especie de síndrome de Asperger colectivo, ya sólo hace caso a los papeles, los numeritos (esa obsesión por las tallas y los centímetros), las calificaciones escolares, las escalas, las evaluaciones de desempeño, los EFQMs... que suelen ser miopes al verdadero valor de las personas y las acciones, y suelen recompensar al mediocre cumplidor de protocolos.

Pero también vivimos una hiperinflación de lo contrario. Hartos de no ver reconocimiento cuando sí se merecería, algunas personas han caído en el exceso de la mal entendida autoestima (como si uno mismo se pudiese aplaudir con sólo mirarse al espejo), o de la sobrecompensación a base de bienes de consumo, de endiosamientos pomposos, de colección enfermiza de valoraciones virtuales (likes, "me gustas", pulgares, retweets, visitas...) o de que niños ciertamente poco reconocidos en el colegio luego se vean tratados (sin aún merecerlo) como sultanes. Y claro. Luego adoptan conductas de sultanes (mira en wikipedia, y verás que no se distinguían por su sobriedad y tolerancia a la frustración, precisamente).

¿Y dónde está la solución? Humm. That is the question. Creo que se entiende mejor si vemos primero dónde no está:

No está en una sola cosa (pues nos haríamos dependientes)
No está en la búsqueda compulsiva de aprobación, a cualquier precio.
No está en la adquisición o tenencia de objetos económicamente costosos.
No está  en la imitación de lo valioso (las modas)
No está en la huída fantasiosa e irreal a paraísos en que nos sintamos dioses...
No está en los reconocimientos formales, ni en los ascensos, ni en las jefaturas (la verdadera jefa es la realidad, siendo cada uno normalmente encargado de sí mismo, y de su casa, y lo demás son encargados a veces con ínfulas, a los que la realidad va poniendo en su sitio...)

Así que pensemos en dónde sí estaba originalmente la fuente de la validez: muy probablemente, nuestros ancestros, lo que más valoraban en un miembro de su clan era... que aportase bienes al clan. Y para ello, claro que la destreza, o la fuerza, o algún talento especial, o los bienes materiales eran valiosos. Pero no por sí mismos, sino como medio. Nos da valor, por tanto, todo aquello que nos permite amar mejor (cuidar mejor, entender mejor, defender mejor) a nosotros y a quienes están junto a nosotros. Recordad el brindis que Harry hacía por el bueno de George Bailey al final de "Qué bello es vivir" (el más rico del pueblo, le llamaba, y lo era, en valores de verdad, bien valorados por la gente de mirada clara...).

¿Y cómo lograr este valor? Pues hay un camino fácil, (recuerda, como decía más arriba, que antes de emprender cualquier camino, uno tiene que estar descansado y nutrido) que a su vez se compone de dos partes (como tus dos manos).

La primera parte es... hacer lo que todos sabemos hacer, "incluso con la mano izquierda" (escuchar a quien nos lo pide, dar algo de nuestro tiempo a quien lo necesita, aportar paz a los grupos, acompañar en el sentimiento...).

 Y la segunda... hacer con brillantez aquello que se nos dé especialmente bien (cada uno sabe en qué es "diestro", de manera que al cultivar dicha destreza y ponerla al servicio de quienes nos rodean, ganamos y ganan).

Creo que en ese juicio sereno que uno se dirige  a si mismo reside la autoestima: no en "autoaplaudirnos" ni "autoestimarnos", sino en valorar con claridad lo que podemos aportar de valioso a los demás, de modo que luego, y sin buscarlos, lleguen los aplausos como una consecuencia natural por parte de quienes miren con buenos ojos. 

Una vez más , podríamos aprender de los niños: hacen algo que les gusta, nos lo comparten por amor y... les aplaudimos.





Así pues, obtendremos validez cuando, sin buscarla expresamente, busquemos hacer cosas valiosas, a través de cualquier medio. Quien admira el medio como tal, desprovisto de su fin, adopta hacia tal medio una querencia desproporcionada y entonces cae en el ridículo que tantas películas nos han mostrado, con personajes ensoberbecidos ante un "valor" propio como la belleza de la madrastra de Blancanieves, los músculos de Gastón, la habilidad de Draco Malfoy, la opulencia del sultán de Aladino, la fiereza de Shere Kan, la riqueza de Thorin ... o personajes aún más ridículos adorando, envidiando o anhelando dicho valor (Gollum buscando su tessssoro, las hienas adorando al tío de Simba, las hermanas tontas de Cenicienta vistiéndose de princesas...). Es como quien guarda en la vitrina un precioso violín, sin disfrutar lo más valioso del instrumento: la música que creamos al usarlo...

A mí, como a cualquiera, me han valorado de muchas maneras (elogios, críticas, aprecios y menosprecios), pero he ido aprendiendo a ponderar el valor que me dan por el que yo doy a quien emite el juicio...

De modo que algunas críticas son positivas lecciones de las que aprender (nadie somos perfectos), y otras críticas (negativas, y poco frecuentes, pero de las que alguna ha habido, en general emitidas por personas sombrías o cegadas de sí mismos) son en realidad confirmaciones de que uno va por buen camino...

Y llevo con orgullo sereno los reconocimientos de personas humildes, directas, llanas, que quizá a ojos necios sean poco valiosas, pero que son los más válidos, (probablemente esto  sea de lo poco que he creído entender  al bueno de Cesar Vallejo en sus difíciles versos, cuando pedía "dame, aire manco, dame ir galoneándome de ceros a la izquierda").

Algunas de las personas a quienes más he admirado, y en concreto mi referente vital, tenía pocos "poderes", y muchos "déficits". Les dediqué una entrada con unas sencillas "gracias", porque valen mucho. Como esos seres pequeños, blanditos, indefensos e irracionales que tanto valoramos (sobretodo, en esta sociedad de la imagen, cuando los vemos recién nacidos). Quizá su mayor valor sea que nos permiten ejercitar con ellos nuestro más valioso talento: el amor con obras.

No quiero despedirme hoy sin recordar a otros dos personajes a los que valoro mucho (y de los que ya escribí): uno era un caballero loco de cuyas andanzas mucho se ha escrito, y otro, un tipo barbudo a quienes muchos han tratado de seguir, o de entender, y cuyo icono más frecuente nos lo recuerda derrotado, moribundo y cabizbajo... Casi estaríamos tentados de decir que perdió la batalla, salvo por el "pequeño" detalle de que... caramba, dosmil años más tarde es el tipo más valorado de la historia, fechamos los años en función de su humilde nacimiento (cuya representación verás estos días por todas partes), y hemos integrado como propio (como quien lee sin recordar el nombre de su profesor) mucho de lo novedoso que enseñaba (perdón, amor, acogida, trato especial al más débil, sobriedad, lazos entre todos los seres humanos más fuertes que las fronteras o la sangre, y esperanza en que, por ese camino, el mundo tiene arreglo...).

Feliz Navidad

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