La enfermedad mental grave en estos tiempos puede ser difícil de manejar. Esto no es nuevo, y ha sido objeto de estudio, observándose a menudo que en países en vías de desarrollo (con una menor complejidad social y una mayor presencia de la vida en comunidad) el impacto de la enfermedad mental (con unos mínimos de tratamiento, claro está) en el rendimiento funcional de la persona y de las familias era notablemente menor.
Sin
embargo, en nuestro entorno, la frecuente presencia de numerosos (y dispersos) frentes
de atención por parte de cualquier adulto (su trabajo, sus compromisos
conyugales y paternales, su propia salud, sus intereses personales o
sociales)…, suponen a menudo un reto tanto para quien padece una enfermedad psíquica (pues se encuentra fuera de la mayor parte de circuitos de la “vida
normal”) como para quienes quieren ayudarle, pues se encuentran con que el gasto
de energías que requiere ese papel a menudo es incompatible con el cuidado de
sus otros intereses legítimos.
Los familiares reaccionan a lo anterior de modos diversos.
Unos, por miedo a que su familiar "se ponga mal", adoptan la actitud
de salvadores, tomando sobre sí la totalidad de la responsabilidad del
paciente, como si fuesen sus ángeles custodios. Y se agotan (suelen acabar con
algún ISRS). Otros, incapaces de encontrar un término medio entre la ayuda
heroica y la atención al resto de afanes de su vida (su salud, su trabajo, su
vida, sus otros familiares) y por miedo a su propia anulación vital, hacen un
ejercicio de insensibilización, y se "desentienden".
¿Cómo
es eso posible, si la mayor parte de la gente es “buena gente”?
Hummm.
Ciertamente, a menudo las personas queremos hacer el bien, pero tenemos al
mismo tiempo la intuición de que dicho bien ha de ser proporcional a nuestras fuerzas y a nuestros otros requerimientos.
Pondré
un ejemplo moral típico. Imaginemos qué salimos con unos amigos al monte y que
uno de ellos al llegar al punto de destino descubre que se ha dejado la comida
en casa. Resulta natural imaginar que el resto de los amigos le cederán
una parte de su comida de manera que sin privarse de lo esencial pueden entre
todos completar la ración del olvidadizo amigo. En situaciones así no hay
dilema, porque resulta fácil e intuitivo llegar a un término medio.
Sin
embargo imaginemos la situación de un excursionista que se encuentra a un
individuo a punto de morir, en un paraje aislado y sin cobertura del móvil, y
para cuyo rescate tiene que poner en peligro grave su propia vida. En
situaciones así, parece no haber término medio: o el excursionista actúa como
un héroe, corriendo el riesgo de perder su vida, o actúa como un villano,
pasando de largo y fingiendo que no ha visto nada. Hagamos lo que hagamos, perdemos mucho. La mayor parte de nosotros
no hemos nacido para héroes, pero tampoco queremos ser villanos, por lo que es
difícil imaginar qué haríamos en una situación así. De hecho, lo que solemos
hacer es evitar ponernos en situaciones de ese tipo, es decir, evitar acercarnos
a disyuntivas éticas en las que no haya término medio y nuestras únicas
alternativas sean el heroísmo mártir o la insensibilidad cobarde.
Y sin
embargo, hay una circunstancia para la que nuestra biología y nuestra educación
personal y colectiva sí nos enfrenta a la posibilidad de ser héroes: la defensa
de nuestros hijos mientras son indefensos. Creo que no hace falta recurrir a
los ejemplos de ficción. Basta con mirar la historia, e incluso la naturaleza,
y observar qué fuerza tiene (en general) la defensa de la prole. Más que el
propio instinto de supervivencia individual, nos dicen miles de historias. Y a mí me lo han mostrado cientos de veces padres heroicos (y ya mayores, en muchos casos) que prolongaban el cuidado de su hijo más allá de la infancia, porque la enfermedad no entiende de calendarios...
Pero las energías sí entienden del paso de los años, por lo que he invitado muchas veces a esos padres a pedir más ayuda. Porque está claro que, desde el punto de vista de la supervivencia de la especie, ha resultado necesario que durante aquellos periodos de nuestra vida en los que todavía no habíamos alcanzado la destreza de sobrevivir por nuestros propios medios, tuviésemos al menos un encargado particular de protegernos. Pero ese sistema no es sostenible en el tiempo.
Por eso, nuestro intelecto y nuestro desarrollo social nos han permitido encontrar otras maneras de cuidar de los individuos indefensos.
Pero las energías sí entienden del paso de los años, por lo que he invitado muchas veces a esos padres a pedir más ayuda. Porque está claro que, desde el punto de vista de la supervivencia de la especie, ha resultado necesario que durante aquellos periodos de nuestra vida en los que todavía no habíamos alcanzado la destreza de sobrevivir por nuestros propios medios, tuviésemos al menos un encargado particular de protegernos. Pero ese sistema no es sostenible en el tiempo.
Por eso, nuestro intelecto y nuestro desarrollo social nos han permitido encontrar otras maneras de cuidar de los individuos indefensos.
Uno de
esos primeros mecanismos fue la solidaridad intrafamiliar, en cualquiera de las
formas que Engels definió como familia:
clan, familia amplia o sindiasmica, tribu… y que en los tiempos de la
antigua Roma adoptaba el nombre de gens ("mi gente").
Otro
de los mecanismos (aún más eficaz) fue la creación de sociedades supra
familiares (los primeros imperios, los reinos,
las fraternidades, las comunidades,
las hermandades, etc…). Y desde hace unos pocos siglos, y gracias a la posibilidad de multiplicar fácilmente las palabras escritas (con la imprenta, inicialmente, y posteriormente los otros medios de difusión masiva de comunicación), los Estados construidos en torno a "ideas constituyentes".
Así pues, la historia del desarrollo de la humanidad nos ha ido dando la clave para afrontar los grandes dilemas: inicialmente, con heroísmo, vale, pero tratando de que, lo antes posible, ese heroísmo se reparta sobre otros hombros, de manera que se siga haciendo lo que hay que hacer (cuidar al débil, resolver la injusticia) sin necesidad de heroísmos individuales.
Es curioso (y al mismo tiempo tiene toda la lógica) que incluso los relatos que más han ilusionado el entusiasmo de los espectadores sigan ese proceso. En el mundo ficticio, los superhéroes individuales se unen con otros que les ayuden en sus misiones formando Ligas de la Justicia o Patrullas X, el heroico hobbit se ve acompañado por la espada, el arco y el hacha de Aragorn, Legolas y Gimli, el tímido y joven mago de la cicatriz se une a la Orden del Fénix...
Y en el mundo real, los pioneros en actuar heroicamente frente a un drama, creaban pronto una hermandad para seguir llevando a cabo la tarea. La lista es larga, pero casi siempre sigue el patrón de... buena persona (al que luego solían llamar santo) conmovida ante un daño en personas indefensas, que crea una institución que alivie ese daño, y le pone nombre sin devanarse mucho los sesos: hermanas de los pobres, hermanas de la caridad, hermanas hospitalarias, hermanas de los ancianos desamparados, médicos del mundo, acción contra el hambre, amnistía internacional... etc. etc.).
¿Y en
la actualidad? Pues vivimos tiempos confusos. Por una parte, se han
desarrollado mucho esas instituciones que ofrecen servicios sociales y sanitarios accesibles a la
población (aunque aún son insuficientes), y por otra, la familia como institución
ha ido perdiendo fuerza y cohesión, en una evolución paralela al auge de los
derechos individuales, y a la visión crítica de las imperfecciones reales del
modelo familiar (o de sus millones de plasmaciones concretas).
El
resultado es que vivimos un tiempo de transición, en el que estamos obligados a
seguir haciendo equipo entre lo profesional y lo familiar cuando de atender
enfermedades graves se trata, pues ninguno de dichos espacios de cuidado es por
sí mismo suficiente.
Así
pues, voy a poner un símil futbolístico, para imaginar cómo podría ser ese
“equipo ideal”, bien coordinado, y luego, con ese modelo, que cada cual trate de acercarlo a la realidad de
cada caso.
En primer lugar hay que definir las reglas del “juego”.
A un lado del "campo", el paciente, con la
parte de conocimiento sobre la enfermedad, acercada y adaptada a su realidad, con apoyo en equipo
de psicólogos, medicamentos, enfermeros, psiquiatras, familiares, trabajadores
sociales y recursos comunitarios.
Al otro lado... el daño (dolor psíquico y limitación funcional).
¿Y cuál es el objetivo? Pues evitar que nos metan goles
(daños o situaciones de riesgo), y tratar de meterlos nosotros (todo lo que
produzca buena calidad de vida en la persona con enfermedad psiquiátrica).
¿Y la plantilla?
El portero es ese familiar próximo que
evita los males mayores (padre, madre, tutor...).
La defensa son esos otros familiares o
profesionales (psiquiatra o psiquiatras de confianza, enfermero de referencia e
incluso el Samur) que ayudan al portero a resolver una situación peligrosa
El medio del campo son esos psicólogos,
esos profesionales de rehabilitación, esos compañeros de actividad, esos amigos, esos hermanos … que
acompañar el día a día de la vida cotidiana del paciente, y que nutren su legítimo anhelo de afecto y reconocimiento frecuentes.
Y los delanteros son los profesionales que ayudan a hacer brillar talentos (profesores, empleadores, terapeutas ocupacionales,,,), o
esos familiares que invitan a las ocasiones especiales de celebración.
¿Y el capitán? Ah, eso depende. En situación de serenidad, cada uno ha de ser "capitán de sí mismo", así que idealmente ha de ser la propia persona con enfermedad quien dirija al "equipo", pero como quien manda es la realidad, si ésta muestra que la persona no está en condición de serenidad para dirigir sus cuidados, habrá de ser otro quien, temporalmente, lleve el brazalete (y si se prolonga en el tiempo, se puede llegar a hacer un proceso civil de tutela o curatela).
Lógicamente el puesto más cansado (sobre
todo por el peso de la responsabilidad) es el de portero, así que, como en los
equipos de fútbol, viene bien que haya portero
suplente, o que alguno de los jugadores de campo esté preparado para hacer
temporalmente las funciones de portero. Y viene bien que
tengan un plan escrito en forma de protocolo de actuación en caso de crisis. No
obstante, como todo buen entrenador de fútbol sabe, la mejor manera de evitar
sufrir situaciones peligrosas es asegurarse bien del control del balón, es
decir, no esperar a que ocurran los acontecimientos sino poner los mediosdiarios que promueven actividades de salud.
Por eso viene bien que quienes vayan a ocupar en ocasiones ese puesto tengan un pequeño resumen sobre qué le pasa y cómo se puede tratar a la persona con enfermedad mental grave.
Resumiendo lo que dejo en el anterior enlace, es muy importante para que se mantenga
la salud mental de la persona con enfermedad mental grave (para mantener la portería propia sin riesgo de goles) que la medicación se tome de manera continuada, y para eso viene bien utilizar
algunos trucos prácticos como puede ser la
compra de un pastillero semanal y la supervisión por parte de algún cuidador de
los momentos clave en los que se toma la medicación.
También es importante asegurarse de que
no tome alcohol o sustancias tóxicas, y a medio plazo viene bien que no pierda
el ritmo y los hábitos tanto de su cuidado básico (higiene, alimentación, orden
de la casa) como de sus actividades personales (aquellas actividades organizadas de ocio, formación o trabajo).
Con
todo ello el pronóstico de estabilidad de una persona, independientemente de su diagnóstico, es alto y el número de ocasiones en las que el portero va atener que intervenir será muy escaso o nulo. PERO SIEMPRE TIENE QUE HABER ALGUIEN BAJO LA PORTERÍA (es
decir, que en caso de ausencia por cualquier motivo del portero titular, o en el sistema de turnos que
se establezca, alguien tiene que “ponerse los guantes”).
Por eso a la hora de plantearse el
ofrecimiento personal como portero
suplente, hay que tener en cuenta que no va a suponer un desgaste
desproporcionado, sino más bien una presencia testimonial necesaria (como lo es
el cinturón de seguridad) pero pocas veces requerida (como pocas veces
necesitamos que el cinturón de seguridad haga su función, afortunadamente).
Termino, pues, con una invitación a quien lea esto: cuando estés en el dilema entre ayudar o cuidarte... haz ambas cosas. Estarás participando en un combate que se repite una y otra vez por todo el mundo (el daño contra el cuidado), y lo estarás haciendo del mejor modo posible: acompañado.
Te felicito. Te estarás aventurando bien...
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